Entrevistamos a Gracia Villalba, hija de Carmen González "La Herrería"
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El padre de Carmela, como tantísimos carmonenses, vivía del
trabajo en el campo, mientras que su madre trabajaba de portera en la antigua
cárcel, lo que es hoy el centro de día para mayores de la Plazuela San José.
Cuando Carmela llegó a su edad de mocita, conoció al que
sería su marido, José Villalba Luna, más conocido como “Lucena”, por ser este
el pueblo del que procedía su familia.
Al principio, la joven pareja vivió en el Postigo, pero al
poco se trasladaron al barrio de Santiago, donde estarían siempre. Más
concretamente, vivieron en lo que hoy son los pisos de protección oficial de
Santiago Nº 5 y 6: esta casa de vecinos era conocida como la “casa grande de la
palmera”. En Carmona había varias casas de vecinos muy conocidas. Esta era una
de ellas, pero por ejemplo, estaba la “casa de la cancela”, en la Calle Dolores
Quintanilla, o la “casa de los cuernos”, en la Calle Ahumada.
Este tipo de convivencia vecinal, entre familias grandes y
humildes, hizo que las penurias por las que pasaban se hicieran menos duras: en
las casas de vecinos todo se compartía, se arropaban, algo que hoy en día hemos
perdido en cierto modo.
Carmela tuvo a sus dos primeros hijos cuando Lucena llegó de
la mili: Manuel, conocido como el “Pichili”, y María, que se llevaba poco más
de un año con su hermano. Pero poco les duró la dicha, pues en ese momento estalló
la Guerra Civil, y Lucena fue reclutado. Durante tres largos años, La Herrería
se quedó sola, en un cuarto de la Casa Grande de Santiago, con sus dos
pequeños. Sin móvil, internet, ni teléfono, las únicas noticias de su marido
las recibía en papel.
Carmela "La Herrería" y sus hijos, Manuel
y María, posando para su padre
Nos cuenta su hija Gracia, que al año y medio de estar
fuera, su padre le pidió a su madre una foto de sus niños, para verlos ya
crecidos. La familia aún conserva esta foto, en cuyo reverso aparece el número
de mosquetón de Lucena: los soldados respondían de su arma en la guerra.
Una anécdota que contaba mucho La Herrería es la siguiente:
cuando Lucena regresó de la guerra, sus hijos, extrañados, le preguntaban:
“Mamá, ¿quién es este hombre?”, a lo que ella respondía alegre “¡es vuestro
padre! ¡Dadle un beso a vuestro padre!”.
Tras la guerra, Lucena se dedicó a la recogida de
espárragos. Salía para dos o tres días, ya que llegaba a recorrer 30 o 40
kilómetros, y estas eran las herramientas que llevaba: una palanqueta, para
sacar el tallo de la esparraguera sin tener que sacar la raíz, y que así
volviera a crecer el espárrago en el mismo lugar, y la “espuerta”, una cesta de
palma manufacturada por él mismo, que permitía tener las dos manos libres y
colocar los espárragos de forma que no se doblaran.
A pesar de llevar su pelliza, como se conocía al abrigo
antes, Lucena dormía a campo abierto, detrás de una palma si era posible. Al
pasar los años, soportar tantas inclemencias le pasaría una cara factura, pues
era asmático.
Cuando volvía a casa con la mercancía recolectada, él y Carmela preparaban los espárragos en pequeñas gavillas, atándolas con palma. La Herrería los vendía en la Plaza de Abastos y en casas particulares, mientras Lucena salía a por más.
Durante estos tiempos la pareja tuvo en total 10 hijos más, que con los dos primeros ya sumaban 12, pero solo 8 sobrevivieron.
La posguerra fue durísima, como todos sabemos gracias a testimonios como este, y Carmela empezó a ir con su marido al campo, para recoger los cogollos de la palma: era un trabajo arduo. Nos cuenta su hija Gracia que se apartaba la palma, y con unas tenazas con dientes, una especie de alicate, se agarraba el cogollo para que no se resbalara. Carmela lo pasó bastante mal, ya que era un trabajo incluso doloroso: las tenazas iban atadas a las muñecas para evitar que se resbalaran, por la fuerza que había que hacer para arrancar el cogollo.
Hombre trabajando la palma, como se hacía antiguamente
Carmela La Herrería era una mujer muy fuerte, y no quería nada para ella si podía dárselo a sus hijos primero. Un ejemplo de esto es la siguiente anécdota. Se encontraba verdeando en la Hacienda Gavira, y de pronto comenzó a sufrir una fuerte hemorragia. En un principio no permitió que la trajeran al pueblo, pero la gente que la conocía, preocupada, consiguió convencerla. Una vez en Carmona, se negó rotundamente a gastar el dinero que tenía guardado para las medicinas. Lo más curioso es que nadie sabía que había estado ahorrando: lo tenía escondido detrás de unos cuadros que a ella le encantaban, que se conocían como “caprichos”, para cuando le hiciera falta a sus hijos.
Como era normal en la época, los pequeños de la familia comenzaron a trabajar el campo en cuanto pudieron: Gracia iba con sus hermanos en bicicleta, desde Santiago al Cortijo Rosalino a recoger algodón. Recorrían unos 12 kilómetros, tanto en verano como en invierno. En cada bici, se montaban tres: uno en el “portamaletas”, otro en el sillín, y ella en el cuadro de la bici, agarrada al manillar.
También trabajaron en el cortijo La Salváida, a 15 km, donde
escardaban el trigo. Podían llevarse meses en el cortijo, lavándose en un pozo
y durmiendo en “camas” de paja; aunque llevaban algo de comida para la campaña,
todos los días pasaba el “chancá”, el mozo que les llevaba el guiso de
garbanzos caliente a los trabajadores y trabajadoras. También estaba la figura
del “cabañí”: se encargaba de venir a Carmona para ver a los familiares de los
trabajadores y luego remitirles sus cartas, calcetines, algo de comida o la
ropa lavada.
Cuando el trabajo les permitía volver a casa diariamente, cargaban
con la quincana, lo que hoy conocemos como el canasto, con la comida que les
permitiera su pobre situación: un arenque y un trozo de pan, o dos chorizos
pequeños y un trozo de carne de membrillo.
El cocido duraba varios días, pues no se solía hacer mucho;
le preguntamos si al menos comían fruta o verdura, y nos cuenta que recuerda
los tronchos de coliflores que le daban a su madre en la Plaza de Abastos, y
los peros picados que le dejaban más baratos.
Nos comenta algo cuanto menos curioso: cuando alguien estaba
enfermo, era la única ocasión en la que se comía jamón o algo de pescado. Esto
hoy nos parece increíble.
Cuando las amas de casa iban a la tienda, al no existir el
ticket de compra que hoy nos dan en todos sitios, llevaban su “cartilla”, donde
apuntaban, al igual que el tendero, lo que se llevaban. Lo normal era dejarlo,
como decimos en Andalucía, “fiao”, ya que no se solía tener efectivo siempre.
Cuando llegaba la época de recoger el algodón, por ejemplo, el tendero esperaba
a las familias cuando cobraban, para que saldaran la deuda.
Una típica tienda de Carmona en los años 40, y su tendera
Si hay algo que en gran parte salvó a la familia de La
Herrería, fue su valentía y su arrojo para conseguir dar de comer a sus hijos e
hijas: Carmela iba donde hiciera falta, le pedía a quién fuese, con tal de
poder ponerle algo a sus hijos para comer. Esta situación vino dada por la
enfermedad respiratoria de Lucena, ya que llegó un momento en que ya no podía
trabajar. La Herrería no sentía ninguna vergüenza por su situación, y luchó
todo lo que pudo y más. Heredó de su madre la simpatía y zalamería que les hizo
llegar a conocer a todos los señoritos y señoritas del pueblo: conocía a los
Losada, a Pedro Valverde, Mira de Olmos… Carmela siempre iba saludando por
Carmona, tanto a gente de “bien” que la conocían y apreciaban, como a gente
corriente que la quería de la misma manera.
Lo simpática y solidaria que era le facilitaba las relaciones
con la gente que más tenía y con la que menos: en la Casa Grande, fue matrona
de muchos niños, amortajó a muchos vecinos e incluso les ayudó con los papeles
que tenían que entregar cuando alguien fallecía.
De hecho, junto a la Casa Grande de Santiago, estaba la
conocida como Casa Chica, y en ella vivía una mujer que aún hoy recuerda con
cariño a La Herrería. Era la mujer de El Mosquera, conocida como “La Chica
Carguera”. Cuando la tía de esta vecina, que había sido como su madre,
falleció, lo primero que pidió fue que viniera la Carmela La Herrería: le ayudó
tanto a lo largo de su amistad, que hoy, desde Barcelona, sigue agradeciendo a
la familia de Carmela la ayuda que le prestó.
La Herrería lo hacía todo por sus hijos: no sólo pedía
comida o ropa para ellos, sino que también se ocupó de mantenerlos ilusionados
y felices: recuerda Gracia que cuando su padre no estaba, se acostaba con todos
ellos y les contaba muchas historias. En una época sin los entretenimientos de
que disfrutan hoy los niños, estas historias cobraban vida bajo la voz de
Carmela.
Visitaba también a la familia de Frasquito, que arreglaba
bicicletas y estaba mejor económicamente, y le pedía a su mujer, Rosarito, ropa
para sus hijas, ya que la suya, conocida como La Quinita, era mayor. Recuerda Gracia
que una vez le dieron un vestido blanco precioso, con un bordado en marrón.
Gracia y sus hermanos tenían que bajar desde Santiago hasta la fuente de la
Alameda a por agua, donde podían llegar a esperar colas de una hora para llenar
el cántaro. Gracia, con su vestido nuevo, se subió por una resbaleta de la
fuente para no tardar tanto, con tan mala suerte que se enganchó y se le rompió
el vestido blanco. En esta época se le daba tantísimo valor a un simple
vestido, que la pequeña Gracia lloró “más que Jeremías”.
Se observa la cola que se hacía para cojer agua en la Alameda
Siendo ya mocita, Gracia recuerda el respeto que se le tenía
a los padres: las madres reñían mucho, pero una sola mirada de un padre bastaba
para obedecer. En la Casa Grande, al vivir tantas familias, muchos novios
visitaban a sus novias en las puertas de la casa; pero Lucena, le dejó bien
claro a sus hijas que ese no era lugar para “hablarse con los novios”, y que si
querían los podían ver en la escalera del soberao donde vivían.
Para que imaginemos estos hogares humildes, le pedimos a
Gracia que nos los describa. Para empezar, las viviendas de estas casas de
vecinos se dividían en habitaciones. Las que estaban a nivel de la calle, se
llamaban salas, y las altas, soberaos. Una vez dentro, algunas tenían dos
habitaciones, como la de La Herrería y el Lucena: una habitación amplia donde
dormía toda la familia junta, y una más pequeña donde se comía, conocida como
corredores, que sólo contaba con una mesa y el chinero, un mueble tipo vitrina
donde se colocaban los platos, pues los fuegos para cocinar solían estar en el
patio común.
En la habitación donde dormían, se solían levantar unas
especies de tabiques fabricados con sacos y blanqueados con cal, llamados
ataizos, que servían para separar la estancia, en el caso de esta familia, para
hacer un trastero donde su padre metía todas sus herramientas: las palancas,
las espuertas, las arperchas (hoy día las conocemos como las costillas, trampas
para atrapar pájaros, como los zorzales, y venderlos).
Una casa de vecinos de Sevilla de la época
La siguiente anécdota nos recuerda el grado de
responsabilidad que aceptaban los más pequeños en muchos aspectos: las niñas se
quedaban con los pequeños mientras sus padres trabajaban, pero hablamos de niñas
de 7 años. En una ocasión, María, hermana de Gracia, se quedó con su hermano,
José, de 8 meses, solos en casa. Mientras ella barría la escalera del soberao,
el pequeño dormía junto a la copa. De pronto, la chiquilla escuchó llorar al
bebé, y al correr junto a él, se encontró con que se había caído en la copa, y
tenía cisco pegado en la cara. Hoy día tenemos muchas opciones para que seamos
atendidos medicamente, pero en esta época sobrevivir podía depender de la ayuda
de tus vecinos: en la Casa Grande, todos acudieron en ayuda de los hijos de La
Herrería, como ella hacía con los demás.
Carmela, como decimos, fue una mujer que ayudó tanto a gente
rica como a gente pobre, y vio toda esta dedicación a los demás recompensada
cuando, cierto día, de pronto, perdió la vista.
La voz se corrió rápidamente por Carmona: La Herrería estaba
ciega. La sorpresa fue que, estando convaleciente en la cama, comenzó a
escuchar jaleo y gente subiendo por las escaleras del soberao: habían acudido a
visitarla varios señoritos de las buenas familias, que bien la conocían.
Estaban allí Don Pedro Valverde, Mira de Olmo, Losada… Entre todos ellos,
acudieron a la botica y le llevaron las medicinas que poco a poco le
devolvieron la vista. En esos momentos, en que las diferencias entre las clases
sociales eran tan pronunciadas, que alguien adinerado ayudase así a una persona
humilde era algo inusual, aunque bien es cierto que muchos ayudaban dando
comida y ropa, presentarse en el soberao y pagarle un médico a Carmela era
señal de un gran aprecio personal.
De hecho, esta demostración de aprecio no quedó ahí: el niño
que la hermana de Carmela, Gracia, cuidaba de pequeño, al que llamaba
cariñosamente Periquito, se convirtió en alcalde de Carmona: Don Pedro
Valverde. Éste, les tenía mucho cariño a ambas hermanas, y cuando Carmela fue
incapaz de seguir trabajando, y quiso cobrar lo que aún no era la jubilación
como la conocemos, le dieron negativa. Si recordáis el principio de esta
historia, Carmela podía haberse llamado Mercedes: efectivamente, en la iglesia
constaba como Carmen, y en el registro, como Mercedes. “Periquito” Valverde,
como ella lo llamaba, consiguió solucionar el problema, y que La Herrería
pudiera descansar al fin de tanto trabajo.
Gracia, su hija, nos dice también un nombre de un carmonense
que ayudó en esta situación a muchísimos trabajadores: Don Salomón. Un
terrateniente muy rico que se adelantó a su tiempo, donde no existía la palabra
“cotizar”. Este hombre apuntó escrupulosamente cada día y hora que los
trabajadores del campo echaban, para así luego conseguir demostrar que habían
trabajado lo suficiente para cobrar. No todos los terratenientes se preocupaban
por esto personalmente, dejándolo en manos de sus subalternos, que se
preocupaban menos.
Así transcurrió la vida de Carmela La Herrería, pues sus
hijos e hijas se hicieron mayores, y para finales de los años 60, cuando Lucena
falleció por su enfermedad respiratoria, todos habían labrado ya su vida y su
destino.
Recuerda Gracia, que estando su padre en el hospital, con
el oxígeno puesto, su madre se negó a descansar, permaneciendo junto a él día y
noche durante dos meses. Tal vez fuera esta circunstancia, pero a partir de
aquí Carmela empezó a “malear”. Un día, con toda tranquilidad, le dijo a su
marido “Lucena, ¿qué hace ese niño ahí colgado?”. Estaba mirando la botella de
oxígeno. Lucena, sin pensarlo, le ordenó que se fuera a casa a descansar
inmediatamente.
Entre todos sus hijos e hijas cuidaron de la madre que tanto
había cuidado de ellos, pues debido al alzheimer que se la llevó, que antes se
conocía como “quedar desmemoriá”, La Herrería se escapaba de casa y no conseguía
recordar el camino de vuelta.
A pesar de que ella no lo recordaba en sus últimos días, su
familia, su barrio y Carmona sí se acuerda de todo el bien que hizo Carmela La
Herrería.
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