22 de octubre de 2012

Familias de Carmona: Carmen "La Herrería"

Entrevistamos a Gracia Villalba, hija de Carmen González "La Herrería"


Fue en 1908 cuando la madre de nuestra protagonista, que trataba mucho con gente de buena familia, acudió a la casa de una señorita de Carmona a anunciarle que iba a bautizar a su hija recién nacida. La madre de la criatura deseaba llamarla Mercedes, pero la señorita insistió en que se llamase Carmen. Así fue como se bautizó a Carmela “La Herrería”.
El padre de Carmela, como tantísimos carmonenses, vivía del trabajo en el campo, mientras que su madre trabajaba de portera en la antigua cárcel, lo que es hoy el centro de día para mayores de la Plazuela San José.
Cuando Carmela llegó a su edad de mocita, conoció al que sería su marido, José Villalba Luna, más conocido como “Lucena”, por ser este el pueblo del que procedía su familia.

Al principio, la joven pareja vivió en el Postigo, pero al poco se trasladaron al barrio de Santiago, donde estarían siempre. Más concretamente, vivieron en lo que hoy son los pisos de protección oficial de Santiago Nº 5 y 6: esta casa de vecinos era conocida como la “casa grande de la palmera”. En Carmona había varias casas de vecinos muy conocidas. Esta era una de ellas, pero por ejemplo, estaba la “casa de la cancela”, en la Calle Dolores Quintanilla, o la “casa de los cuernos”, en la Calle Ahumada.
Este tipo de convivencia vecinal, entre familias grandes y humildes, hizo que las penurias por las que pasaban se hicieran menos duras: en las casas de vecinos todo se compartía, se arropaban, algo que hoy en día hemos perdido en cierto modo.


Carmela tuvo a sus dos primeros hijos cuando Lucena llegó de la mili: Manuel, conocido como el “Pichili”, y María, que se llevaba poco más de un año con su hermano. Pero poco les duró la dicha, pues en ese momento estalló la Guerra Civil, y Lucena fue reclutado. Durante tres largos años, La Herrería se quedó sola, en un cuarto de la Casa Grande de Santiago, con sus dos pequeños. Sin móvil, internet, ni teléfono, las únicas noticias de su marido las recibía en papel.


                                                                          Carmela "La Herrería" y sus hijos, Manuel
                                                                                                                                                      y María, posando para su padre

Nos cuenta su hija Gracia, que al año y medio de estar fuera, su padre le pidió a su madre una foto de sus niños, para verlos ya crecidos. La familia aún conserva esta foto, en cuyo reverso aparece el número de mosquetón de Lucena: los soldados respondían de su arma en la guerra.

Una anécdota que contaba mucho La Herrería es la siguiente: cuando Lucena regresó de la guerra, sus hijos, extrañados, le preguntaban: “Mamá, ¿quién es este hombre?”, a lo que ella respondía alegre “¡es vuestro padre! ¡Dadle un beso a vuestro padre!”.

Tras la guerra, Lucena se dedicó a la recogida de espárragos. Salía para dos o tres días, ya que llegaba a recorrer 30 o 40 kilómetros, y estas eran las herramientas que llevaba: una palanqueta, para sacar el tallo de la esparraguera sin tener que sacar la raíz, y que así volviera a crecer el espárrago en el mismo lugar, y la “espuerta”, una cesta de palma manufacturada por él mismo, que permitía tener las dos manos libres y colocar los espárragos de forma que no se doblaran.

A pesar de llevar su pelliza, como se conocía al abrigo antes, Lucena dormía a campo abierto, detrás de una palma si era posible. Al pasar los años, soportar tantas inclemencias le pasaría una cara factura, pues era asmático.

Cuando volvía a casa con la mercancía recolectada, él y Carmela preparaban los espárragos en pequeñas gavillas, atándolas con palma. La Herrería los vendía en la Plaza de Abastos y en casas particulares, mientras Lucena salía a por más.

Durante estos tiempos la pareja tuvo en total 10 hijos más, que con los dos primeros ya sumaban 12, pero solo 8 sobrevivieron.

La posguerra fue durísima, como todos sabemos gracias a testimonios como este, y Carmela empezó a ir con su marido al campo, para recoger los cogollos de la palma: era un trabajo arduo. Nos cuenta su hija Gracia que se apartaba la palma, y con unas tenazas con dientes, una especie de alicate, se agarraba el cogollo para que no se resbalara. Carmela lo pasó bastante mal, ya que era un trabajo incluso doloroso: las tenazas iban atadas a las muñecas para evitar que se resbalaran, por la fuerza que había que hacer para arrancar el cogollo.



 
                                                                      Hombre trabajando la palma, como se hacía antiguamente


Carmela La Herrería era una mujer muy fuerte, y no quería nada para ella si podía dárselo a sus hijos primero. Un ejemplo de esto es la siguiente anécdota. Se encontraba verdeando en la Hacienda Gavira, y de pronto comenzó a sufrir una fuerte hemorragia. En un principio no permitió que la trajeran al pueblo, pero la gente que la conocía, preocupada, consiguió convencerla. Una vez en Carmona, se negó rotundamente a gastar el dinero que tenía guardado para las medicinas. Lo más curioso es que nadie sabía que había estado ahorrando: lo tenía escondido detrás de unos cuadros que a ella le encantaban, que se conocían como “caprichos”, para cuando le hiciera falta a sus hijos.


Como era normal en la época, los pequeños de la familia comenzaron a trabajar el campo en cuanto pudieron: Gracia iba con sus hermanos en bicicleta, desde Santiago al Cortijo Rosalino a recoger algodón. Recorrían unos 12 kilómetros, tanto en verano como en invierno. En cada bici, se montaban tres: uno en el “portamaletas”, otro en el sillín, y ella en el cuadro de la bici, agarrada al manillar.

También trabajaron en el cortijo La Salváida, a 15 km, donde escardaban el trigo. Podían llevarse meses en el cortijo, lavándose en un pozo y durmiendo en “camas” de paja; aunque llevaban algo de comida para la campaña, todos los días pasaba el “chancá”, el mozo que les llevaba el guiso de garbanzos caliente a los trabajadores y trabajadoras. También estaba la figura del “cabañí”: se encargaba de venir a Carmona para ver a los familiares de los trabajadores y luego remitirles sus cartas, calcetines, algo de comida o la ropa lavada.
Cuando el trabajo les permitía volver a casa diariamente, cargaban con la quincana, lo que hoy conocemos como el canasto, con la comida que les permitiera su pobre situación: un arenque y un trozo de pan, o dos chorizos pequeños y un trozo de carne de membrillo.
A raíz de esto, le preguntamos a Gracia por lo que solían comer en su casa durante la posguerra; la respuesta nos hace reflexionar sobre la cantidad de productos que tenemos hoy. Nos cuenta que lo normal eran gachas; a veces se les añadían chicharrones, pero no los chicharrones fritos que comemos hoy como tapa: los chicharrones para ellos eran tropezones de pan frito.
El cocido duraba varios días, pues no se solía hacer mucho; le preguntamos si al menos comían fruta o verdura, y nos cuenta que recuerda los tronchos de coliflores que le daban a su madre en la Plaza de Abastos, y los peros picados que le dejaban más baratos.
Nos comenta algo cuanto menos curioso: cuando alguien estaba enfermo, era la única ocasión en la que se comía jamón o algo de pescado. Esto hoy nos parece increíble.
Cuando las amas de casa iban a la tienda, al no existir el ticket de compra que hoy nos dan en todos sitios, llevaban su “cartilla”, donde apuntaban, al igual que el tendero, lo que se llevaban. Lo normal era dejarlo, como decimos en Andalucía, “fiao”, ya que no se solía tener efectivo siempre. Cuando llegaba la época de recoger el algodón, por ejemplo, el tendero esperaba a las familias cuando cobraban, para que saldaran la deuda.
                                                     Una típica tienda de Carmona en los años 40, y su tendera
Si hay algo que en gran parte salvó a la familia de La Herrería, fue su valentía y su arrojo para conseguir dar de comer a sus hijos e hijas: Carmela iba donde hiciera falta, le pedía a quién fuese, con tal de poder ponerle algo a sus hijos para comer. Esta situación vino dada por la enfermedad respiratoria de Lucena, ya que llegó un momento en que ya no podía trabajar. La Herrería no sentía ninguna vergüenza por su situación, y luchó todo lo que pudo y más. Heredó de su madre la simpatía y zalamería que les hizo llegar a conocer a todos los señoritos y señoritas del pueblo: conocía a los Losada, a Pedro Valverde, Mira de Olmos… Carmela siempre iba saludando por Carmona, tanto a gente de “bien” que la conocían y apreciaban, como a gente corriente que la quería de la misma manera.
Lo simpática y solidaria que era le facilitaba las relaciones con la gente que más tenía y con la que menos: en la Casa Grande, fue matrona de muchos niños, amortajó a muchos vecinos e incluso les ayudó con los papeles que tenían que entregar cuando alguien fallecía.
De hecho, junto a la Casa Grande de Santiago, estaba la conocida como Casa Chica, y en ella vivía una mujer que aún hoy recuerda con cariño a La Herrería. Era la mujer de El Mosquera, conocida como “La Chica Carguera”. Cuando la tía de esta vecina, que había sido como su madre, falleció, lo primero que pidió fue que viniera la Carmela La Herrería: le ayudó tanto a lo largo de su amistad, que hoy, desde Barcelona, sigue agradeciendo a la familia de Carmela la ayuda que le prestó.
La Herrería lo hacía todo por sus hijos: no sólo pedía comida o ropa para ellos, sino que también se ocupó de mantenerlos ilusionados y felices: recuerda Gracia que cuando su padre no estaba, se acostaba con todos ellos y les contaba muchas historias. En una época sin los entretenimientos de que disfrutan hoy los niños, estas historias cobraban vida bajo la voz de Carmela.
Visitaba también a la familia de Frasquito, que arreglaba bicicletas y estaba mejor económicamente, y le pedía a su mujer, Rosarito, ropa para sus hijas, ya que la suya, conocida como La Quinita, era mayor. Recuerda Gracia que una vez le dieron un vestido blanco precioso, con un bordado en marrón. Gracia y sus hermanos tenían que bajar desde Santiago hasta la fuente de la Alameda a por agua, donde podían llegar a esperar colas de una hora para llenar el cántaro. Gracia, con su vestido nuevo, se subió por una resbaleta de la fuente para no tardar tanto, con tan mala suerte que se enganchó y se le rompió el vestido blanco. En esta época se le daba tantísimo valor a un simple vestido, que la pequeña Gracia lloró “más que Jeremías”.
                                                  Se observa la cola que se hacía para cojer agua en la Alameda
Siendo ya mocita, Gracia recuerda el respeto que se le tenía a los padres: las madres reñían mucho, pero una sola mirada de un padre bastaba para obedecer. En la Casa Grande, al vivir tantas familias, muchos novios visitaban a sus novias en las puertas de la casa; pero Lucena, le dejó bien claro a sus hijas que ese no era lugar para “hablarse con los novios”, y que si querían los podían ver en la escalera del soberao donde vivían.
Para que imaginemos estos hogares humildes, le pedimos a Gracia que nos los describa. Para empezar, las viviendas de estas casas de vecinos se dividían en habitaciones. Las que estaban a nivel de la calle, se llamaban salas, y las altas, soberaos. Una vez dentro, algunas tenían dos habitaciones, como la de La Herrería y el Lucena: una habitación amplia donde dormía toda la familia junta, y una más pequeña donde se comía, conocida como corredores, que sólo contaba con una mesa y el chinero, un mueble tipo vitrina donde se colocaban los platos, pues los fuegos para cocinar solían estar en el patio común.
En la habitación donde dormían, se solían levantar unas especies de tabiques fabricados con sacos y blanqueados con cal, llamados ataizos, que servían para separar la estancia, en el caso de esta familia, para hacer un trastero donde su padre metía todas sus herramientas: las palancas, las espuertas, las arperchas (hoy día las conocemos como las costillas, trampas para atrapar pájaros, como los zorzales, y venderlos).
                                             Una casa de vecinos de Sevilla de la época
La siguiente anécdota nos recuerda el grado de responsabilidad que aceptaban los más pequeños en muchos aspectos: las niñas se quedaban con los pequeños mientras sus padres trabajaban, pero hablamos de niñas de 7 años. En una ocasión, María, hermana de Gracia, se quedó con su hermano, José, de 8 meses, solos en casa. Mientras ella barría la escalera del soberao, el pequeño dormía junto a la copa. De pronto, la chiquilla escuchó llorar al bebé, y al correr junto a él, se encontró con que se había caído en la copa, y tenía cisco pegado en la cara. Hoy día tenemos muchas opciones para que seamos atendidos medicamente, pero en esta época sobrevivir podía depender de la ayuda de tus vecinos: en la Casa Grande, todos acudieron en ayuda de los hijos de La Herrería, como ella hacía con los demás.
Carmela, como decimos, fue una mujer que ayudó tanto a gente rica como a gente pobre, y vio toda esta dedicación a los demás recompensada cuando, cierto día, de pronto, perdió la vista.
La voz se corrió rápidamente por Carmona: La Herrería estaba ciega. La sorpresa fue que, estando convaleciente en la cama, comenzó a escuchar jaleo y gente subiendo por las escaleras del soberao: habían acudido a visitarla varios señoritos de las buenas familias, que bien la conocían. Estaban allí Don Pedro Valverde, Mira de Olmo, Losada… Entre todos ellos, acudieron a la botica y le llevaron las medicinas que poco a poco le devolvieron la vista. En esos momentos, en que las diferencias entre las clases sociales eran tan pronunciadas, que alguien adinerado ayudase así a una persona humilde era algo inusual, aunque bien es cierto que muchos ayudaban dando comida y ropa, presentarse en el soberao y pagarle un médico a Carmela era señal de un gran aprecio personal.

                                                 La famosa Farmacia Central Nº1 del Duque: mucho más humildes era las "boticas"
De hecho, esta demostración de aprecio no quedó ahí: el niño que la hermana de Carmela, Gracia, cuidaba de pequeño, al que llamaba cariñosamente Periquito, se convirtió en alcalde de Carmona: Don Pedro Valverde. Éste, les tenía mucho cariño a ambas hermanas, y cuando Carmela fue incapaz de seguir trabajando, y quiso cobrar lo que aún no era la jubilación como la conocemos, le dieron negativa. Si recordáis el principio de esta historia, Carmela podía haberse llamado Mercedes: efectivamente, en la iglesia constaba como Carmen, y en el registro, como Mercedes. “Periquito” Valverde, como ella lo llamaba, consiguió solucionar el problema, y que La Herrería pudiera descansar al fin de tanto trabajo.
Gracia, su hija, nos dice también un nombre de un carmonense que ayudó en esta situación a muchísimos trabajadores: Don Salomón. Un terrateniente muy rico que se adelantó a su tiempo, donde no existía la palabra “cotizar”. Este hombre apuntó escrupulosamente cada día y hora que los trabajadores del campo echaban, para así luego conseguir demostrar que habían trabajado lo suficiente para cobrar. No todos los terratenientes se preocupaban por esto personalmente, dejándolo en manos de sus subalternos, que se preocupaban menos.   
Así transcurrió la vida de Carmela La Herrería, pues sus hijos e hijas se hicieron mayores, y para finales de los años 60, cuando Lucena falleció por su enfermedad respiratoria, todos habían labrado ya su vida y su destino.
Recuerda Gracia, que estando su padre en el hospital, con el oxígeno puesto, su madre se negó a descansar, permaneciendo junto a él día y noche durante dos meses. Tal vez fuera esta circunstancia, pero a partir de aquí Carmela empezó a “malear”. Un día, con toda tranquilidad, le dijo a su marido “Lucena, ¿qué hace ese niño ahí colgado?”. Estaba mirando la botella de oxígeno. Lucena, sin pensarlo, le ordenó que se fuera a casa a descansar inmediatamente.
Entre todos sus hijos e hijas cuidaron de la madre que tanto había cuidado de ellos, pues debido al alzheimer que se la llevó, que antes se conocía como “quedar desmemoriá”, La Herrería se escapaba de casa y no conseguía recordar el camino de vuelta.
A pesar de que ella no lo recordaba en sus últimos días, su familia, su barrio y Carmona sí se acuerda de todo el bien que hizo Carmela La Herrería.






No hay comentarios:

Publicar un comentario