18 de febrero de 2013

Familias de Carmona: Carmela "La rubia el cartel"

Entrevistamos a Carmelita Villalba Cabello, hija de Carmela Cabello Cárceles "La rubia el cartel"

Carmela Cabello, conocida como “La rubia el cartel” por su padre, nació y se crío en la casa grande de la palmera, en el barrio de Santiago, junto a sus ocho hermanos. En esta casa de vecinos vivían al menos 15 familias, entre ellas, la familia de La herrería, como ya explicamos en el anterior artículo de Familias de Carmona.
Carmela "La rubia el cartel", en sus
años mozos

Hoy en día, solemos tener ciertos problemas con los vecinos: nos molestamos por los ruidos, por las zonas comunes, por los pagos de comunidad... Esto nos hace entender el cambio de mentalidad que nuestra sociedad ha sufrido. Lo normal sería pensar que, si eso ocurre ahora que tenemos mucha más privacidad en nuestros hogares, qué no pasaba cuando en los años 30 se compartía un solo baño para 15 familias: pues ocurría todo lo contrario.

Nos cuenta Carmelita que en estas casas de vecinos el respeto hacia los demás era algo primordial: las puertas de los distintos hogares estaban abiertas siempre, los mayores cuidaban de los más pequeños fueran o no de su familia, si una vecina se ponía de parto, acudían todas a ayudarla, si alguien caía enfermo, juntos lo socorrían, y a los hombres jamás se les pasaba por la cabeza faltar a las mujeres de sus vecinos. Todos esperaban su turno amistosamente tanto para cocinar como para usar el único baño del que disponían.

A veces hemos de mirar hacia nuestros mayores, hacia nuestro pasado, para recuperar mucho de los valores que nos enseñaron y que hemos olvidado, en parte por el ritmo de vida tan distinto que hoy tenemos.

Carmelita, la mujer sonriente que hoy recuerda a su familia, viene de una casta con mucho arte: su madre Carmela era muy buena cantaora, y es que a la familia le venía de lejos. El chato de Santiago, hijo de la hermana de Isabel, abuela de Carmen, cantaba en las tabernas de Carmona, y tan bien lo hacía, que incluso llegó a grabar sus canciones.
"El rubio el cartel" con sus
compañeros de murgas

Por otro lado, su abuelo, conocidísimo como “El rubio el cartel” era literalmente un artista carnavalero: desde antes del año 1932 se reunía con sus compañeros para hacer "los carteles": en una sábana, dibujaban, como se observa en la foto, unas especies de viñetas. Una vez acabados los dibujos, usaban su arte e inventiva y en la Plaza San Fernando o en cualquier tasca, iban señalando la viñeta y cantando la sátira que la acompañaba.

Nuestros  “antepasados copleros”, fabricaban sus propios disfraces, sus pitos de caña, sus bombines de cartón. Eran tan conocidos y queridos que incluso desde Sevilla les llamaban para que representaran sus carteles y cantaran sus murgas.

                                                                 

                                                                                                         


Estamos hablando de la época en la que, en nuestro pueblo, los carnavales se celebraban “de clandestino”, pues no sería hasta el año 1984 cuando se celebraran con total libertad, como los conocemos hoy.


Arriba, una de las murgas que formaban parte de sus carteles.

Además de esta afición, “El rubio el cartel” trabajaba en el campo, al igual que su mujer Isabel. Viviendo en la casa grande, una familia cercana sufrió una tragedia: cinco chiquillos quedaron huérfanos de madre, entre ellos Joaquín, conocido como El Lucena, que era el más pequeño de los hermanos. El resto se puso a trabajar en el campo, y “El rubio el cartel” se apiadó de él, ya que era amigo de su hija Carmela y sabían que era un buen muchacho. Así, lo aceptaron en casa como a un hijo más, y el padre de Carmela le buscaba sus faenas: una de ellas fue cuidar el caballo de Don Arturo. La señorita María, de la que ya hemos hablado en otras ocasiones, fue la que le encontró este trabajo a "Joaquinillo" y ayudó, como a tantos otros, a uno de los hermanos del muchacho: éste, debido a una caída, había sufrido la gangrena en las piernas, hasta que tuvieron que amputárselas. La señorita María le pagó todas las medicinas.

Carmela, al igual que Joaquinillo, era muy trabajadora: desde los 11 años la mandaban a trabajar a segar garbanzos, y la ponían siempre junto a los hombres, debido a que trabajaba incluso más que ellos. Rosario La veneno, cuya historia ya hemos transmitido aquí, siempre la buscaba para la cuadrilla del Cortijo Rosalino, pues sus horas cundían más que las de nadie.

Jornaleros y jornaleras del vecino
pueblo de Peñaflor, en una plantación
de maíz

Carmela trabajó "espimpollando" maíz, trabajo que servía para facilitar el crecimiento de la mazorca; "esgranándolo" también, un trabajo extremadamente duro, pues se hacía manualmente. Trabajó en el algodón, en la siega del garbanzo, cogiendo aceitunas...

Su hija Carmelita la recuerda siempre con sus "trolis": eran unos pantalones de lona que protegían la parte delantera de los pantalones que llevaban debajo del duro trabajo del campo. Estos pantalones no tenían parte trasera, para que cuando los trabajadores hicieran sus necesidades no se los tuvieran que bajar. “La rubia el cartel” no se quitó estos trolis hasta mucho después de haberse casado.

El aseo en el campo, como ya hemos contado otras veces, era casi inexistente: las mujeres, si tenían la suerte de tener un pozo cerca, iban a lavar sus ropas, pero la mayoría de veces esto era imposible: muchas sufrieron de sarna, entre ellas Carmela, que se vio obligada a dejar de trabajar un tiempo para curarse de la misma.

Al crecer juntos, Carmela y Joaquín poco a poco se enamoraron. “La rubia el cartel” era una mujer hermosa: una vez, su padre le trajo de Sevilla un precioso vestido rojo. Una buena mujer se lo había regalado tras cantar una de sus murgas. Cuando Carmela lo vio, la ilusión la embargó, pero, como tenía una buena pechera, tuvo que hacerle un “arreglo”: le abrió las costuras de los lados, y las cosió como pudo. ¡Tuvo que ir con los brazos pegados al cuerpo para poder lucir el vestido sin que se vieran los remiendos! El precioso vestido rojo no le duró mucho, ya que al poco tiempo murió un familiar, y tuvo que teñirlo con “fuchina” negra para ir de luto.

Cuando Carmela le dijo a “El rubio el cartel” que se casaría con Joaquinillo, este aceptó encantado, ya que lo conocía bien y le tenía en gran estima.

La joven pareja se fue a vivir a una casa de la Calle La Viga: lo único que tenían era una cama, una espuerta de palma, que dada la vuelta era la mesa, y como cuadro de cabecera, la bicicleta colgada de una puntilla. En esta casa nacieron Manuel y Félix, los dos hermanos de Carmelita, que hoy nos cuenta su historia.

Su vecina en esta casa era la conocida como “La avispa”, una mujer de armas tomar y muy “echá palante”. Esta mujer tenía un hijo que sufría una dura enfermedad mental. Estando el pequeño Félix durmiendo en la espuerta, que dada la vuelta era mesa y llena de paja era su cuna, llegó el hijo de “La avispa” y, jugando con el pequeño, no se le ocurrió otra cosa que darle Zotal: toda Carmona corrió a socorrer al pequeño y a movilizarse para conseguir salvarlo de la intoxicación.

Tras tener a sus dos hijos, la pareja decidió casarse: a las 9 de la mañana se presentó Joaquín Lucena en la puerta de Santa María, con una vieja chaqueta de soldado sin botones, abrochada con alambres. Tras la ceremonia, Joaquín cogió el saco que había escondido cerca de la iglesia para ir a buscar leña, venderla, y así poder hacer el guiso del "convite".

El único ajuar que llevaba Carmela eran dos sábanas de algodón que su padre “El rubio el cartel” le regaló, con tan mala suerte de que al poco tiempo un familiar murió y su madre Isabel le pidió una de las sábanas para poder amortajarlo.

La noche de bodas también fue diferente a la que hoy nos imaginamos: el matrimonio colocó un candil de aceite para alumbrar el hogar, con tan mala suerte que se quedaron dormidos sin apagarlo: a la mañana siguiente, Carmela miró a Joaquín y comenzó a reírse. Cuando Joaquín le devolvió la mirada, también arrancó a reír: los dos habían amanecido con toda la nariz negra del humo del candil, y sus dos pequeños, al verlos, se unieron a las risas.

Esto es un ejemplo de los tantos momentos felices que estas familias, que vivían con menos de lo justo, vivieron a pesar de sus dificultades.
 

La familia de Joaquín Lucena y Carmela "La rubia el cartel": sus hijos
Manuel, Félix y Carmelita. Así posan en la feria, frente a la Caseta Municipal, que antes
era El Casino.

A tantas dificultades se enfrentaban, que tanto los padres como las madres se veían obligados a salir de noche en busca de algo de comer para sus hijos: sus descendientes como Carmelita, nos lo cuentan con orgullo, pues no hablamos de robos por avaricia o por riqueza: hablamos de robos al más puro estilo de "Robín Hood", es decir, por pura necesidad.

Veamos algunas de las anécdotas que nos cuenta Carmelita: cierta noche, Joaquín, desesperado por no poder llevarles nada a la boca a sus hijos, se plantó en el camino por el que pasaba el panadero a lomos de su borrico y con el serón cargado de pan para dirigirse al cortijo donde lo vendía. Este buen hombre, de pronto ve como le da el alto un "bandolero", con un pañuelo tapándole la barbilla y le grita: " ¡Panadero, dame ahora mismo dos kilos de pan!".  El panadero, con toda tranquilidad, le contesta: "Joaquinillo, te los voy a dar porque eres tú".  Joaquín Lucena, con la simpatía que le caracterizaba, le replicó "¡Coño! Si lo llego a saber te pido 4 kilos".

En otra ocasión, Joaquín, como muchos otros hombres y mujeres, salió con la oscuridad para robar algo de trigo del campo. Volvían a casa corriendo, lo "pelaban", y lo escondían debajo del colchón. Cuando los dueños de las tierras se daban cuenta, llamaban a la guardia civil, que registraba casa por casa para ver quién era el responsable.
 
La Guardia Civil en los años 40 dando el alto
a un gitano con su borrico
Gracias a “La avispa”, la vecina de esta familia, que conocía a capitanes de la guardia civil, Joaquín fue alertado de que iban para su casa: rápidamente huyó por el picacho para "salvarse de la soga", como se solía decir.

Carmela “La rubia el cartel” se sentó en el patio al solito con su hijo pequeño, esperando a la guardia civil y rezando para que no registraran su casa. En ese momento llegó “La avispa” y le dijo "¡Carmela! ¡Mira, mira! ¡Mira la fila de hormigas que salen de tu colchón cargadas de trigo!". ¡Las hormigas cruzaban todo el patio y podían delatar a la familia! Entonces sin pensarlo dos veces, “La avispa” cogió la escoba y se puso a barrer las hormigas, al tiempo que movía las macetas para tapar por donde salían. Al llegar la guardia civil, les preguntó que quién vivía en ese cuarto. “La avispa” le contestó que lo estaba preparando para un matrimonio que se iba a mudar, y gracias a que Joaquín y Carmela no tenían ningún mueble, los civiles lo creyeron y la familia se salvó del registro.

Aquí vemos a "Joaquinillo", el segundo por la izquierda,
tocando el hombro de Rafael, tío de Carmelita


Sea como fuere, Joaquín fue siempre tan buena persona y tan trabajador que raramente le faltó la faena: siempre le metían en las cuadrillas y normalmente iba con sus cuñados, con los que se había criado. Carmen nos cuenta que su abuelo, “El rubio el cartel”, lo quería muchísimo, y cariñosamente le llamaba "Lucenilla".





En el año 1958 fue cuando, la que hoy nos cuenta su historia, nació: el cuarto de la casa de la Calle La Viga se les había quedado pequeño, y el hermano de Carmela, José, tenía una cuadra en el Postigo para los borricos, así que les ofreció irse a vivir allí. La limpiaron y pintaron y allí en la cuadra nació Carmelita. El pesebre sería su cuna; un catre para sus hermanos y la cama de sus padres era el resto del mobiliario. La cocina era el corral donde cocinaban a base de leña.

Siendo Carmelita una niña, sus padres no tenían otro remedio que llevársela al campo cuando trabajaban. Le fabricaban una chocita de ramas cubierta con un saco o una manta, y sobre una cunita de paja, la dejaban dormir protegida, mientras su hermano Félix cuidaba de ella, y sus padres recogían algodón o aceitunas.

Las travesuras de Carmelita comenzaron a aparecer conforme cumplía años: un día, corriendo hacia un lado y hacia otro de la plantación de algodón, se desorientó, y Joaquín puso a todos los algodoneros a buscar a su pequeña. En otra ocasión, encontró las quincanas con la comida de los trabajadores y los cántaros, y con la inocencia de esa edad ¡jugó a echar tierra dentro de los mismos! Ahora, después de tantos años, recuerda con una sonrisa la buena regañina que se llevó por parte de los jornaleros.

Le preguntamos a Carmelita cómo se entretenían los pequeños en aquellos tiempos: nos cuenta que su barrio, el de Santiago, era conocido como "el barrio de los kikilis", ya que en aquella época abundaban estos cernícalos en Carmona. Bien es cierto que aún hoy muchos jóvenes siguen conociendo el barrio con este nombre.
 
Niños y niñas de la época: sin apenas juguetes,
usaban su imaginación


Un kikili en el Alcázar de arriba
Carmelita iba con su hermano Félix al antiguo cementerio en Santa Ana, dónde "cazaban kikilis" para venderlos: unos los querían como mascota, pero otros muchos se los comían fritos. Cuando Carmela “La rubia el cartel” llegaba del trabajo, se quitaba los trolis, se ponía el delantal, y veía su casa llenita de kikilis, se enfadaba muchísimo: su hijo Manuel, el mayor, le decía "no les riñas mama, mira que te tienen unas cuantas gordas".


 
Las habas que dan los algarrobos eran las chuches
de los niños de esta época



Otro entretenimiento de los más pequeños de la época era ir en busca de "chuchas silvestres": Carmelita nos nombra las algarrobas, que eran como habas, las espiguitas de cebada, los panipanizo, las alcachofas silvestres y las semillas que daban las malvas y que eran conocidas como "kilito de pan".

Los juguetes con los que se divertían eran muy limitados, pero la imaginación de esta generación hacia el resto. Recuerda Carmelita el primer regalo que su madre le hizo: una muñeca de cartón. Le gustaba tanto, que de lo mucho que la lavó se le rompió.
 
A la izquierda, una muñeca de cartón piedra, cómo la que pudo
tener Carmelita. A la derecha, una muñeca del tipo Mariquita Pérez
que tantos éxitos cosechó en los 60

También recuerda los caballitos de cartón, los patinetes de madera y los platillos. Estos eran las chapas de las botellas de cerveza, que aplastaban y usaban para fabricar panderetas. Su madre “La rubia el cartel”, siempre tan alegre y fandanguera, les ayudaba. Con estas panderetas, sus buenas voces, sus bailes y sus palmas, animaban los bautizos y comuniones familiares, así como las navidades, que celebraban en casa de su abuela Isabel con unas migas y una botella de aguardiente.

Estos platillos, entre otras muchas cosas, corrían a buscarlos en el albollón, que era la única escombrera que había en Carmona en aquella época. Para los más pequeños, esto era como una búsqueda del tesoro. Pero no sólo para ellos. Muchos adultos buscaban allí avíos para sus hogares. Algo que nos llama la atención es la figura del colillero: se podían encontrar muchas colillas, y ya que el tabaco de aquella época no era como el de hoy, se recolectaban, se abrían, se extraía el tabaco y se liaban nuevos cigarros con los que otros tiraban para luego venderlos. Carmelita se esforzaba por encontrar tantas como podía y se las llevaba orgullosa a su padre.
 
Imagen de la película "Mi tío Jacinto", de 1956:
en ella, tío y sobrino trabajan como colilleros

Su hermano Félix quería ser torero, y en la casa del Raso Santa Ana, la tercera en la que vivieron, se llevaba todo el día fabricando banderillas. Un día, ni corto ni perezoso, cogió su maletilla y sus banderillas y se fue con un amigo a "torear" a Lora del Río. Cuando se enteró su padre Joaquín, preocupadísimo, no lo pensó y se dirigió a Lora andando. Al llegar, ya entrada la noche, encontró a los dos pequeños asustados y escondidos: habían visto un bidón en el camino y ¡lo habían confundido con un toro! Joaquín Lucena, que iba con la intención de reñirles, se sintió tan conmovido que abrazó a los dos pequeños y los trajo para Carmona.
 
Dos pequeños de Andújar, en los años 50-60,
jugando a ser toreros como el pequeño Félix

Y es que, según nos cuenta su hija, Joaquín era un hombre muy compasivo para con sus hijos: al haber quedado sin madre tan pequeño, solía apoyarles más que regañarles: eso lo dejaba para “La rubia el cartel”, que ya se encargaba de poner a sus pequeños "derechitos como una vela" y darles los castigos necesarios que harían de estos niños unas personas responsables y coherentes.

Cuando Carmela “La rubia el cartel” no tenía faena en el campo, mantenía a sus hijos mediante el puesto en el que vendía cardillos, espárragos y tacarninas: mucha gente le compraba, ya que tenía el puesto siempre muy limpio y arreglado. Además, era muy buena vendedora. Parte de la fama que tenía el puesto de “La rubia el cartel” fue gracias al esfuerzo de su marido y su hijo mayor, Manuel, que pasaban horas recogiendo lo que allí se vendía. Carmelita recuerda cómo su hermano andaba kilómetros para traerles palmitos, y cómo trabajaba para que su madre descansara.

Joaquín, para transmitirles a sus pequeños la responsabilidad de trabajar, desde que tenían 7 añitos, les facilitó una espuerta de palma para que recogieran aceitunas. El premio: una gorda por cada espuerta que consiguieran llenar. Carmelita recuerda con cariño que, gracias a eso, entendió la importancia de trabajar y ganarse la vida con esfuerzo.
 
Un duro en billete. Carmelita guarda con cariño la billetera
de su padre: este es uno de sus tesoros

Pero, ¿en qué se gastaban Carmelita y sus hermanos esas gordas? Nos dice que compraban chuchas en el puesto de Ana “La fajorera”, que estaba en el Raso Santa Ana. No imaginemos un quiosco como los de hoy: el de Ana era un canasto de vareta (ramas de olivo). Las chuchas que vendía eran: el “arozu”, que podía ser negro, como los que hoy existen de “zara”, o de palo, conocido por todos como el “palodu”. También vendía “La fajorera” chochitos, bellotas, los caramelos de nata, higos chumbos, el famoso palmito, y la cotufa, que aún se vende en la feria junto a los cocos.
 
Hablando del palmito, nos cuenta Carmelita que, antes de morir su madre, fueron al Rocío: allí, la cara de “La rubia el cartel” se iluminó, cuando vio a un hombre que vendía palmitos. La cara de su hija no se iluminó tanto cuando el buen hombre le pidió ¡7 euros por un palmito!

Poco a poco los pequeños que compraban “arozures” y cazaban kikilis crecieron: Manuel se casó estando en la mili, al igual que Félix, que lo hizo antes de empezarla. Fue entonces cuando decidieron comprar la casa de la Calle Ancha donde aún hoy vive Carmelita, y donde cuidaron de sus padres hasta el último soplo de vida, como ellos hicieron con sus tres pequeños desde el primer momento.

Carmelita es conocida en Carmona como “Carmen Lucena La saetera”, pues heredó el arte del cante de su familia, y ha ganado sus buenos premios por ello.  Nos dice emocionada que, cada vez que canta, recuerda a su madre, “La rubia el cartel”, y que, por eso mismo, no dejará de hacerlo hasta que muera.
 
Una de las últimas fotos de Carmela
"La rubia el cartel", sonriente como siempre

Está segura de que sus hermanos, cuñados, sobrinos, hijos, y nietos, siempre recordarán a Carmela “La rubia el cartel” y Joaquín “Lucena”, que fundaron esta gran familia con los pocos recursos que tenían, y que gracias a ellos, hoy, puede contar su bonita historia.




"De su hija Carmelita, que Dios os bendiga dónde quiera que estéis".







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